Un tipo alto, guapo y divertido, de esos que en las fiestas cuentan
chistes y enseñan los abdominales, andaba detrás de su mirada, y ella me
la lanzó a mí cuando subí las escaleras buscando el baño de una casa
que no era mía ni era suya.
Me ganó porque era grande y no podía
hacerle daño, lo bastante grande para hacerme sentir inofensivo. Me
eligió sin aspavientos, se zafó del placaje de aquel tipo y se sentó a
mi lado para no mirarme desde arriba. Una cama nos encontró y fui un
ascensor; ella había apretado todos los botones sin preguntar si el
mecanismo tenía memoria.
Pensé en Rubens pero sobre todo en
Robert Crumb. Ella era grande, fuerte, con la mirada profunda y la
sonrisa ligera, y una voz preciosa que compartía una lengua extranjera.
Tuve que ponerme de puntillas para besarla antes de irme y tardé mucho, bastante, en darme cuenta de que me había engañado.
Era
grande y fuerte. Pero cuando algo como lo que se me había roto a mí se
rompe, nadie está a salvo de clavarse los trozos más pequeños.
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