"¡Fuera de mi puta casa!", te dije.
Pero no te largaste.
Te quedaste.
Te quedaste
depilándote
tras el azulejo suelto
del cuarto de baño.
Te quedaste
en la última balda de la nevera,
encima de las manzanas,
justo al lado de los yogures
que empiezan a caducar.
Te quedaste
leyendo debajo de la almohada,
y ya no pude dormir
porque necesitabas
tener la luz encendida.
Te quedaste
de pie, riéndote
de mi manera de planchar.
Te quedaste
llorando,
sentada en el retrete
sin dejarme entrar
a consolarte
o hacerte reir.
Y no te quedaste sola.
Se quedaron tus secretos
en mi ordenador.
Se quedó tu silueta
desnuda
en el espejo
frente al armario.
Se quedaron tus gritos
y tus insultos,
resquebrajando las paredes
como manchas de humedad
y agujeros de bala.
Te quedaste en la minicadena,
cantando con Lou Reed,
con Trent Reznor
con Quique González.
Te quedase en la pantalla del televisor,
follándote a Brad Pitt
sin que yo pudiera
detener la reproducción
sin que yo pudiera
dejar de mirar.
Te quedaste
en el cajero de enfrente,
dejándome dinero
para comprarle un regalo
a tu hermano.
Te quedaste en el sofá,
abrazada a mí,
cada vez que me tumbo.
Te quedaste en la ventana,
y cada vez que la abro
tu olor entra a por mí.
Te quedaste en la bombilla fundida
que querías que cambiara.
Te pedí que te largaras de mi casa.
Y mi casa se largó.